3 dic 2008

1

- ¿Recuerdas a aquella chica?
- ¿Cual?
- La del bar, esa que me contaste que miraba con insistencia tu sombrero…
- Sí. ¿Por qué?
- Desde esa noche estás raro.
Martín y él estaban tirados en el sofá, mirando al infinito que acababa justo en la pared de enfrente.
- Raro.
- Sí, raro. Haces cosas raras.
- ¿Cómo qué?
- No escribes; lo intentas pero abandonas a los dos minutos y arrugas lo escrito. No sales de casa más que para ir a por el periódico. Tampoco comes, solo esas porquerías que pides por teléfono. Y no apareces… ya no se te ve el pelo.
- Eso no es difícil, cada vez tengo menos.
- No cambies de tema.
- Ese que me propones no me gusta nada.
- Entonces es que tengo razón.
- ¿Razón en qué?
- Estás raro.
- … Hace calor. ¿Qué hora es?
- No lo sé.
- Creo que me voy a la calle.
- Oye…
- Me voy. Cuando salgas cierra la puerta… ya sabes, te la llevas contigo para fuera. No tengo nada de valor que puedan robarme, pero no me gustaría que se escapara el gato.
- Joder…
Bajó la escalera pensando en un hipotético ladrón que entrara en su piso y la frustración que se llevaría al encontrar tan solo unas cuantas cuartillas garabateadas con frases inconexas, esperando a ser enlazadas con algún tipo de sentido para formar parte de un todo. Pobre desgraciado… Pero, ¿quién de los dos lo era más, el ladrón o él?

Salió a la calle. ¿Era su coche? ¿Quién lo había aparcado allí? Ya tenía una multa más, a este paso podría empapelarse el lavabo con ellas.
No lo entendía. Todas las noches creía aparcar delante de la imprenta, la que había cerrado hacía poco más de un mes por quiebra. Cuando bajaba las escaleras y salía al exterior, ya amaneciendo, se lo encontraba delante de la granja-panadería-librería-papelería recientemente inaugurada.
Era triste pensar que una imprenta tuviera que cerrar por falta de libros para imprimir y que una granja- etc-etc, se dedicara a vender periódicos. Recordaba la de horas que se pasaba delante de la vidriera colorista de la entrada de la imprenta, mirando su interior. Se veía el obrador donde Hipólito y Fermín, ayudados de las prensas, repetían infinitamente las páginas de cientos de libros. Se habían llegado a tener cariño mutuo, hasta el punto de prometer que ellos imprimirían el primer ejemplar de su novela y él de mencionarlos en las dedicatorias y agradecimientos. Ahora habían sido substituidos por la granja-etc… No entendía que tipo de aliciente podía tener comprar un diario rodeado de gente dispar comprando el pan. No. Se negaba a entenderlo porque aceptarlo era aceptar la decadencia del sistema, su propia decadencia.
Allí dentro se juntaba el obrero con su café en la barra, esperando el bocadillo y la lata de cerveza para llevar, con el banquero que le había denegado la hipoteca comprando el Financial y tomando un cortado a su lado. La vecina del cuarto que encargaba las tres baguettes y el cuarto de cruasanes para los nietos, que los tenía a comer y merendar, con la adolescente, que cargaba el móvil y se gastaba lo que le quedaba en chuches que jodían su ortodoncia, llena de tatoos tribales de los cuales desconocía su significado, piercings en el ombligo, medio camuflado por el michelín que se escapaba de los pantalones caídos junto con la ropa interior de color indefinido. La solterona y la separada, que se sientan juntas delante de sus cortados en una mesa y se envidian mutuamente en silencio, la madre que acababa de dejar a los niños en el colegio y se toma un café cargado para poder continuar con la jornada, pero rápido, que el jefe está a punto de salir por la puerta con el Financial… Acaba de llegar un adolescente con moto, aparca justo al lado de su coche, se lo ha rallado, seguro. Sale la adolescente de los pantalones caídos. Era de imaginar: venía a por ella. ¿Cómo no? Nada más quitarse el casco y ver el piercing en el labio, los cinco de la oreja, el de la nariz y el del pómulo… ¿Cómo dios se puso eso ahí? Aunque lo verdaderamente sorprendente es que se haya podido quitar el casco sin arrancarse ninguno. ¿Tendrá uno también en la lengua? ¿Y en el ombligo? ¿En los pezones tal vez? ¿O en capullo? Hay que serlo un rato para dejarse agujerear de esa manera.
Y él se lo miraba desde la barrera, como a los toros. Triste, sí. Perdía su tiempo observando a… una mujer sentada sola en una mesa. Lo miraba. A él. No podía ser. Hacía nada que Martín se la estaba recordando, aunque él no la había olvidado, y aparecía justo al lado de su casa. ¿Coincidencia? Sí. No. De hecho, todo ocurre siempre al lado de tu casa y tú no te enteras.
Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta, buscaba un euro y algún céntimo para un café. Entraría. Tenía que hacerlo, se tragaría su orgullo y la repugnancia que le causaba la granja-etc y tomaría un café asqueroso en la barra. Buscaba y encontró, pero no el euro con veinte, sino el posa-vasos. Su cara empezó a palidecer. Él no lo había puesto allí, por lo menos, no lo recordaba. Ni siquiera llevaba puesta esa chaqueta aquella noche… ¿o sí? Todo daba vueltas y cambiaba de color rápidamente, se tornaba oscuro y blanco a la vez, extraño, frío…
Sacó el posa-vasos del bolsillo y se colocó bien el sombrero, si iba a entrar en el café no podía hacerlo con la cara al descubierto, eso lo dejaba indefenso a las miradas de la gente. Hubiera querido encenderse un cigarro, pero había dejado de fumar, muy a su pesar, hacía ya más de dos años. Sus ojos leían las diminutas letras, no sin dificultad. ¿Cómo iba a descifrar lo que no había podido en un mes en menos de un minuto? Pues debía hacerlo, porque la chica se levantaba de la mesa y pagaba su consumición a la camarera.

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