19 dic 2008

3

Miró la mano extendida hacia él, vacilando y el hombre la retiró al darse cuenta de su incertidumbre.
- ...mejor, ¿le apetece que demos un paseo ahora que ya tiene su libro? A decir verdad, nadie se bebería este café mas gris que pardo...
- ¿Usted también ve grises?
- Grises, blancos, azulados, aguamarinas... depende del día, ¿no cree...? – Sacó unas monedas de un bolsillo del maletín que llevaba. - Señorita aquí se lo dejo, quédese el cambio.
Salieron despacio de la cafetería, como si pasearan. El extraño hombre que no se había presentado caminaba absorto jugueteando, aparentemente distraído, con su sombrero de ala.
- ¿A donde nos dirigimos?
- No muy lejos de aquí tengo un establecimiento... un modesto negocio... No sea aprensivo, se lo ruego, ya que se trata de una funeraria. Dieter y Asociados. Tenga mi tarjeta, esto le tranquilizara.
- Edgar Dieter.
- Así es.
- ¿Alemán?
- Sí, aunque mi madre era suiza. Espero que eso no le cause ningún tipo de contrariedad. ¿Le molesta a usted tratar con extranjeros?
- No… espere, ¿tratar el qué?
- Será mejor que esperemos a llegar para seguir conversando.
Y calló. Llegaron a una callejuela que él no conocía a pesar de que vivía en el barrio desde… ya no lo recordaba o no le apetecía; hacía muchos años. Detuvo sus pasos, el suelo era de tierra, dudó, observándolo todo. Las paredes estaban deslucidas, algo enmohecidas en los rincones, había unas ventanas que daban al callejón de las cuales pendían, de los alambres de los tendederos, las interioridades más vergonzosas y las más humildes chorreando agua y restos de jabón, sin miedo alguno a ser miradas, examinadas y deseadas por cualquier solitario transeúnte ávido de sueños. Eso producía, además de una penumbra que dejaba pasar, en ciertos trechos del callejón, un rayito de sol que iluminaba una porción de suelo o pared de gris claro matizado en amarillo cadmio muy, muy claro, un olor muy peculiar. Olía a orín de gato de callejón y a jabón de sosa, a humedades de lavaderos, a cocinas de otros tiempos, como cuando era pequeño y su madre le llevaba de la mano junto a su hermano de visita a casa de su tía. Y todos esos olores se sumaban y fusionaban en el diluido color gris. Nunca había sentido una sensación así, era difícil de explicar y de entender como un olor y un color pudieran unirse para formar una especie de espiral, una nube de vapores soporíferos que lo adormilaban y menguaban la capacidad de reaccionar a tan tamaña estupidez de situación.
- ¿No va a seguirme?
- La verdad… no debería.
- Duda usted, es natural. Sin embargo… estamos llegando. Solo le queda un último tramo hasta la puerta de atrás de mi establecimiento. ¿Puedo pedirle que confíe en mí unos minutos más? Creo que no se arrepentirá…
Tomó una decisión, tal vez precipitada, pero no tenía mucho tiempo para andarse con elucubraciones sobre si era o no normal encontrarse en un callejón… sin salida? ¿Con un desconocido? Si había salido con él de la granja y seguido hasta allí, no tenía caso echarse atrás ahora. Miró al hombre, accediendo a continuar con un leve gesto de su mano. Llegaron al final de la callejuela que se estrechaba en ese extremo, dando a otra calle en la que el sol inundaba todo a sus anchas y en múltiples y brillantes tonos de gris. Tras subir dos escalones, accedieron a una plataforma en la que había una puerta de dos hojas bastante amplias y grises, por supuesto. El hombre sacó de su maletín un juego de llaves, abrió la puerta y un aire fresco, aunque enrarecido, salió a su encuentro. El alemán le dio a la luz y se apartó, cediéndole el paso.
- Pase usted, por favor.
Y él entró. No se lo pensó dos veces. La estancia apareció ante él grande y muy iluminada; a penas se veían en ella muebles, una mesa larga y alta, de generosas proporciones; una vitrina llena de frascos y con cerradura; un par de taburetes metálicos y una silla de madera pintada de… gris verdoso. Una pantalla con luz interior colgada en la pared de enfrente, completaba todo el moblaje. El hombre dejó su sombrero y el maletín en la silla, la cual estaba al lado de una puerta vidriera en un extremo de la habitación; volvió a utilizar el juego de llaves para abrirla. Esta vez pasó él delante. Atravesó la estancia contigua a grandes pasos, abrió otra puerta vidriera y desapareció en el hueco oscuro de ella recortado en la pared. Unos segundos después el rectángulo se iluminó. Él asomó por el quicio y vio como el hombre quitaba los porticones de madera de un escaparate que daba a la calle soleada que antes había visto desde el callejón. Esa habitación también era grande, pero menos que la primera; tenía un mostrador de madera en un lateral y unos asientos tapizados en tela adamascada de color… gris rojizo, en el otro. El hombre pasó detrás del mostrador con una sonrisa amable en su cara, se agachó ligeramente y, utilizando otra vez las llaves, abrió uno de los cajones. De el sacó un sobre gris paja y lo depositó delante suyo. Lo sujetaba con ambas manos, con delicadeza, acariciándolo con la vista; entonces levantó la mirada hasta coincidir con la de él… y se lo acercó, empujándolo suavemente. ¿Qué hacía? Lo cogía y, ¿entonces, qué? ¿Lo abría? El hombrecillo lo miraba expectante.
- Es para usted, ábralo.
Obedeció. En el sobre habían fotos de diferentes formatos y épocas, algunas incluso en color sepia... aunque ya no sabía si eran realmente de ese color o era que él las veía así. El caso es que le resultaron familiares. En una de ellas aparecía una mujer, un hombre y dos niños, en colores trasmudados; en otra, de estudio de principios de siglo y de mayor tamaño, una pareja joven; otra más pequeña era de una casa en el campo; en una había un niño pequeño jugando con un sombrero de vaquero y una escopeta de juguete en lo que parecía un patio con plantas; en otra una abuela con mantilla. Dejó de mirar las fotos. Se notaba mareado y como relumbrado, sintió la necesidad de mirar por el cristal del escaparate, y como si alguien tirara de un hilito, no pudo más que girarse. Al hacerlo, escuchó los golpecitos en él y la voz de una chica que le decía algo desde el otro lado. Ana entró en la tienda empujando una puerta pesada y antigua de madera y sonaron unas campanillas que colgaban del techo por encima de ella.
- Hola Gerard, ¿no me veías? ¿Qué haces por aquí? – Se acercó y se colocó a su lado, y aupándose de puntillas, le dio un beso en la mejilla. Luego miró al mostrador. – ¡Hala! Ese eres tú, ¿no? Qué fotos más antiguas…
- Entonces, ¿qué es lo que desea que hagamos? ¿Las restauramos por completo o solo parcialmente, allí donde lo necesite?
El hombre, menudo y delgado, ya no llevaba el mismo traje gris si no una camisa azul y sin corbata. Los colores habían recobrado su viveza.
- No sé, yo…
- No se preocupe, cuidaremos bien de ellas, estamos acostumbrados a este tipo de trabajos. Si me lo permite… - Y metió las fotos en un sobre con el logotipo de la tienda de fotografías. Eso no estaba antes ahí, estaba seguro. Era como cuando él aparcaba el coche delante de la imprenta y al día siguiente lo encontraba delante de la granja. Tenía que recuperar esas fotos, como fuera. – Haremos lo que podamos por conservar al máximo el revelado original. Lo llamaremos en cuanto estén, ya tenemos su teléfono de contacto.
- Creo que no las voy a…
Pero el hombre ya había desaparecido por la puerta lateral con el sobre en la mano. Esperó por si salía de nuevo, pero no fue así.
- ¿Nos vamos? – Dijo Ana. – No sé que te trae por aquí, si en tu barrio hay un montón de tiendas de fotografía… Gerard… ¿no te dejas algo?
Los dos salían por la puerta cuando ella le dijo eso. No recordaba haber salido de casa con nada, ni tan siquiera con sombrero. ¿Qué se dejaba?
- ¡El libro! – Le soltó Ana divertida. - Un día de estos te dejas la cabeza en alguna parte.
El libro. Estaba allí, encima del mostrador. Entonces no lo había soñado, la mujer, el hombre, el callejón, las fotos… el libro. Volvió atrás, lo tomó en sus manos, lo estrechó contra su pecho y… respiró aliviado.

12 dic 2008

2

Abrió exageradamente sus ojos, sorprendido al ver la mesa que había dejado la mujer. Ella salía; le asaltaba la duda, tenía que decidir si abordarla o hacer caso a las instrucciones del posa-vasos... Ahora cobraba significado lo escrito en letra pequeña, pero su instinto quería ir tras ella y preguntar... preguntar hasta agotarse. Volvió a leer el posa-vasos incrédulo…

“Recogerá un libro olvidado..., sin embargo a mi me interesa que "a la luz del primer farol intenté leer su estandarte (...) Velada anarquista, teatro mágico, entrada no para cualquiera". pág. 45. No me siga.”

Así que, al final de la disyuntiva, decidió sentarse mirando fijamente las tapas del libro que había dejado “olvidado” en la mesa y que tan bien conocía... El lobo estepario.
¿Cómo no se había dado cuenta antes de que fueran frases del libro? Y de ese precisamente. Le desconcertaba más lo que encerraban aquellas pocas palabras que lo que pudiera responder la mujer, además, ella se había alejado, deprisa, casi corriendo, sin mirar atrás.
Una chica se acercó a la mesa y le preguntó algo. No la entendió. Le miró los labios en un intento inútil de leerlos, no sabía porqué hacía eso cuando no había entendido a alguien. La chica volvió a preguntar con cara de asco.
- ¿Va a tomar algo?
- ¿Tienes hora?
- ¿Por qué? ¿Dependiendo de la hora toma una u otra cosa?
No fue la chica la que contestó, si no el mismo hombre que le cambió le posa-vasos en el bar aquella noche. Su posa-vasos, sucio y reutilizado cientos de veces en aquel oscuro bar. Pero suyo. Por ese otro, lleno de letras sin sentido… hasta el mismo instante en que vio el libro. El libro. Él tenía los brazos apoyados en la mesa y sus manos acariciaban el lomo y las tapas de una primera edición. Instintivamente lo acercó hacia sí, con suavidad, como protegiéndolo. El hombre se sentó a su mesa, enfrente de él y la chica volvió a preguntar asqueada…
- ¿Van a tomar algo?
- Un café. Solo, por favor. – Contestó el hombre.
Él se limitó a mover ligeramente la cabeza insinuando un no. La chica se fue arrastrando los pies. ¿Por qué harían eso todas las chicas de las putas granjas-cafeterías-librerías-papelerías con cara de asco? Eso era algo que tendría que plantear como debate importantísimo en la próxima cena con los amigos en su casa. Pero… ¿qué estaba haciendo? Se iba, su mente se iba. ¿Qué pasaba? Veía claramente al hombre pero cambiaba de color, o mejor dicho, lo perdía diluido en el gris, como una acuarela de tonos apagados. Tonos apagados de gris. Matizados en otros colores, pero gris. El hombre no parecía sorprendido de ese hecho, podría decirse que lo estuviera esperando. Tenía calor otra vez, como cuando Martín le recordó a la mujer. Le pasaban cosas muy extrañas siempre que aparecía ella. La primera noche en el bar, ella lo miró y todo cambió de color, todo menos el whisky de su vaso, que seguía siendo dorado, sí, de un dorado brillante. También desde aquella noche llevaba sombrero, nunca antes lo había llevado, pero recordaba con total nitidez como lo colocaba bien para tapar sus ojos a los ojos de los demás, apoyado en la barra con el mismo brazo que sujetaba el vaso de whisky, mientras que del otro colgaba un gabán. Un gabán que tampoco tenía con anterioridad. Era como si llevar o no llevar sombrero y gabán aparecieran y desaparecieran de su vida como por arte de magia. Y él lo había aceptado como si fuera lo más normal del mundo, incluso sus amigos.
La chica volvió con un café en una tacita blanca sombreada en gris y el nombre del establecimiento bordeando el plato que la portaba, depositó también un cuenco de cristal con terrones de azúcar blanco y… gris. Dedujo que se trataba de azúcar moreno, pero él lo veía gris, estaba seguro de eso. La chica sonrió, ya no llevaba la falda negra caída con la camiseta verde ni mostraba el aspecto desaliñado de antes, ahora su falda le llegaba justo a la mitad de la pantorrilla y era ajustada, de un negro mate; la camisa, de manga muy corta y gris verdosa, estaba pulcramente remetida en ella y un fino cinturón de piel clara rodeaba su cintura.
- ¿Quiere un vaso de agua? – Le preguntó, tal vez al ver su cara cada vez más pálida.
Si el haber encontrado a la mujer del bar en la granja, el libro “olvidado” en la mesa y el hombre del posa-vasos parado enfrente de ella que se diluía en gris, lo había descolocado anteriormente, ahora el hecho de que la chica con cara de asco que arrastraba los pies al caminar se hubiera transformado en una especie de ángel de las camareras, le estaba causando serios trastornos psicológicos. La voz del hombre vino a devolverlo a la desconcertante realidad grisácea en la que ahora estaba inmerso.
- El señor tal vez prefiera un vaso de vino de Alsacia, ¿tienen aquí de ese vino?
- Puedo preguntar, si lo desea.- Dijo ella, y se giró en su dirección esperando una confirmación por su parte.
Vino de Alsacia. ¿Vino de Alsacia? No le apetecía tomar vino a esas horas, si solo eran las…
- ¿Qué hora es?
- Debería usted llevar reloj, querido amigo. Parece estar preocupado en saber la hora del día en la que nos encontramos cada dos minutos. Aunque, créame, eso no tiene la menor importancia.
- Según usted, ¿qué la tiene?
- Esa pregunta plantea muchas posibles variantes. Y como son posibles, lo cual quiere decir que no del todo seguras, y variantes, que vendría a significar lo mismo pero mutando a la vez, acabaríamos concluyendo que es una pregunta estúpidamente inútil de plantear así como de responder, por la multiplicidad de respuestas y la poca fiabilidad de ellas.
- ¿Me está tomando el pelo? ¿Quién coño es usted?
- Ah, querido amigo, tiene razón, no nos hemos presentado. – El hombre se levantó y alargó la mano derecha en su dirección. – Me llamo…

3 dic 2008

1

- ¿Recuerdas a aquella chica?
- ¿Cual?
- La del bar, esa que me contaste que miraba con insistencia tu sombrero…
- Sí. ¿Por qué?
- Desde esa noche estás raro.
Martín y él estaban tirados en el sofá, mirando al infinito que acababa justo en la pared de enfrente.
- Raro.
- Sí, raro. Haces cosas raras.
- ¿Cómo qué?
- No escribes; lo intentas pero abandonas a los dos minutos y arrugas lo escrito. No sales de casa más que para ir a por el periódico. Tampoco comes, solo esas porquerías que pides por teléfono. Y no apareces… ya no se te ve el pelo.
- Eso no es difícil, cada vez tengo menos.
- No cambies de tema.
- Ese que me propones no me gusta nada.
- Entonces es que tengo razón.
- ¿Razón en qué?
- Estás raro.
- … Hace calor. ¿Qué hora es?
- No lo sé.
- Creo que me voy a la calle.
- Oye…
- Me voy. Cuando salgas cierra la puerta… ya sabes, te la llevas contigo para fuera. No tengo nada de valor que puedan robarme, pero no me gustaría que se escapara el gato.
- Joder…
Bajó la escalera pensando en un hipotético ladrón que entrara en su piso y la frustración que se llevaría al encontrar tan solo unas cuantas cuartillas garabateadas con frases inconexas, esperando a ser enlazadas con algún tipo de sentido para formar parte de un todo. Pobre desgraciado… Pero, ¿quién de los dos lo era más, el ladrón o él?

Salió a la calle. ¿Era su coche? ¿Quién lo había aparcado allí? Ya tenía una multa más, a este paso podría empapelarse el lavabo con ellas.
No lo entendía. Todas las noches creía aparcar delante de la imprenta, la que había cerrado hacía poco más de un mes por quiebra. Cuando bajaba las escaleras y salía al exterior, ya amaneciendo, se lo encontraba delante de la granja-panadería-librería-papelería recientemente inaugurada.
Era triste pensar que una imprenta tuviera que cerrar por falta de libros para imprimir y que una granja- etc-etc, se dedicara a vender periódicos. Recordaba la de horas que se pasaba delante de la vidriera colorista de la entrada de la imprenta, mirando su interior. Se veía el obrador donde Hipólito y Fermín, ayudados de las prensas, repetían infinitamente las páginas de cientos de libros. Se habían llegado a tener cariño mutuo, hasta el punto de prometer que ellos imprimirían el primer ejemplar de su novela y él de mencionarlos en las dedicatorias y agradecimientos. Ahora habían sido substituidos por la granja-etc… No entendía que tipo de aliciente podía tener comprar un diario rodeado de gente dispar comprando el pan. No. Se negaba a entenderlo porque aceptarlo era aceptar la decadencia del sistema, su propia decadencia.
Allí dentro se juntaba el obrero con su café en la barra, esperando el bocadillo y la lata de cerveza para llevar, con el banquero que le había denegado la hipoteca comprando el Financial y tomando un cortado a su lado. La vecina del cuarto que encargaba las tres baguettes y el cuarto de cruasanes para los nietos, que los tenía a comer y merendar, con la adolescente, que cargaba el móvil y se gastaba lo que le quedaba en chuches que jodían su ortodoncia, llena de tatoos tribales de los cuales desconocía su significado, piercings en el ombligo, medio camuflado por el michelín que se escapaba de los pantalones caídos junto con la ropa interior de color indefinido. La solterona y la separada, que se sientan juntas delante de sus cortados en una mesa y se envidian mutuamente en silencio, la madre que acababa de dejar a los niños en el colegio y se toma un café cargado para poder continuar con la jornada, pero rápido, que el jefe está a punto de salir por la puerta con el Financial… Acaba de llegar un adolescente con moto, aparca justo al lado de su coche, se lo ha rallado, seguro. Sale la adolescente de los pantalones caídos. Era de imaginar: venía a por ella. ¿Cómo no? Nada más quitarse el casco y ver el piercing en el labio, los cinco de la oreja, el de la nariz y el del pómulo… ¿Cómo dios se puso eso ahí? Aunque lo verdaderamente sorprendente es que se haya podido quitar el casco sin arrancarse ninguno. ¿Tendrá uno también en la lengua? ¿Y en el ombligo? ¿En los pezones tal vez? ¿O en capullo? Hay que serlo un rato para dejarse agujerear de esa manera.
Y él se lo miraba desde la barrera, como a los toros. Triste, sí. Perdía su tiempo observando a… una mujer sentada sola en una mesa. Lo miraba. A él. No podía ser. Hacía nada que Martín se la estaba recordando, aunque él no la había olvidado, y aparecía justo al lado de su casa. ¿Coincidencia? Sí. No. De hecho, todo ocurre siempre al lado de tu casa y tú no te enteras.
Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta, buscaba un euro y algún céntimo para un café. Entraría. Tenía que hacerlo, se tragaría su orgullo y la repugnancia que le causaba la granja-etc y tomaría un café asqueroso en la barra. Buscaba y encontró, pero no el euro con veinte, sino el posa-vasos. Su cara empezó a palidecer. Él no lo había puesto allí, por lo menos, no lo recordaba. Ni siquiera llevaba puesta esa chaqueta aquella noche… ¿o sí? Todo daba vueltas y cambiaba de color rápidamente, se tornaba oscuro y blanco a la vez, extraño, frío…
Sacó el posa-vasos del bolsillo y se colocó bien el sombrero, si iba a entrar en el café no podía hacerlo con la cara al descubierto, eso lo dejaba indefenso a las miradas de la gente. Hubiera querido encenderse un cigarro, pero había dejado de fumar, muy a su pesar, hacía ya más de dos años. Sus ojos leían las diminutas letras, no sin dificultad. ¿Cómo iba a descifrar lo que no había podido en un mes en menos de un minuto? Pues debía hacerlo, porque la chica se levantaba de la mesa y pagaba su consumición a la camarera.